martes, 29 de enero de 2008

"MI REDENTOR VIVE"

Estoy hablando al lector continuamente acerca del Cristo crucificado, quien es la gran esperanza del culpable; pero sabio es que nos acordemos de que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y vive eternamente.
No se te pide que creas en un Cristo muerto, sino en un Redentor que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Así es que puedes acudir a Jesús en seguida como un amigo vivo y presente. No se trata de un mero recuerdo, sino de una persona continuamente existente quien desea oír tus oraciones y contestarlas. El vive a propósito para continuar la obra, por lo cual sacrificó su vida. Está intercediendo por los pecadores a la diestra del Padre, y por lo mismo es poderoso “para salvar eternamente a los que por él se allegan a Dios.” Acude a él y entrégate a este Salvador vivo, si antes no lo has hecho.
Este Jesús vivo está ensalzado hasta la eminencia de gloria y poder. Hoy no sufre como “el humillado ante sus enemigos,” ni sufre trabajos como “el hijo del carpintero;” sino que está elevado muy por encima de los principados y las potencias y todo nombre. El padre le ha dado todo poder en el cielo y en la tierra y está ejecutando este encargo glorioso, llevando a cabo su obra de gracia. Escucha bien lo que Pedro y los otros apóstoles testifican acerca de él ante el sumo sacerdote y todo el concilio:
“El Dios de nuestros padres levantó á Jesús, al cual vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste ha ensalzado Dios con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y remisión de pecados.” Hechos 5:30, 31.
La gloria que rodea al Señor ascendido debiera inspirar esperanza en todo corazón creyente. Jesús no es persona de categoría oscura: es un Salvador grande y glorioso. Es el Redentor ensalzado por Príncipe coronado como tal. La prerrogativa soberana sobre la vida y la muerte se le ha confiado; el Padre ha puesto a todos los hombres bajo el gobierno medianero del Hijo, así que puede dar vida a quién quiera. El abre y nadie cierra. El alma presa por las cuerdas del pecado y de la condenación puede quedar libre inmediatamente sobre la potencia de su palabra. Extiende su real cetro, y cualquiera que lo toque, vivirá.
Suerte para nosotros que como vive el pecado, y vive la carne y vive el diablo, vive también Jesús; y gran suerte también que cualquiera que fuese la potencia de esos para arruinarnos, infinitamente mayor es el poder de Jesús para salvarnos.
Todo su ensalzamiento y habilidad están militando a favor nuestro. Se le ha “ensalzado para ser y ensalzado para dar.” Ha sido ensalzado para ser Príncipe y Salvador y para dar todo lo necesario para llevar a cabo la salvación de todos cuantos entren bajo su gobierno. Nada tiene Jesús que no está dispuesto a usar para la salvación de los pecadores y nada es que no está dispuesto a desplegar en la dispensación abundosa de su gracia. Cooperan a una su función de Príncipe y su función de Salvador, como si no quisiera ejercer la una sin la otra; y manifiesta su ensalzamiento como teniendo por objeto producir bendiciones para la humanidad, como si esto fuera la flor y corona de su gloria. ¿Puede haber algo mejor combinado para infundir esperanza en los pecadores arrepentidos que empiezan a dirigir su mirada hacia Cristo Jesús?
Grandísima fue la humillación que sufrió Jesús, y por lo mismo hubo lugar para su ensalzamiento. Por esa humillación cumplió y aguantó toda la voluntad del Padre, y por tanto recibió la recompensa de ser elevado a la gloria. Este ensalzamiento lo usa para bien de su pueblo. Levante el lector su mirada hacia los collados de gloria, de donde debe esperar ayuda. Contempla las glorias celestes de tu Príncipe y Salvador. ¿No es esta la mayor esperanza para los hombres que “el Hijo del hombre” ocupe el trono del universo? ¿No es glorioso, de verdad, que el Señor de todo es el Salvador de los pecadores? Tenemos un amigo en el tribunal, si, un amigo sobre el trono. Pondrá éste toda su influencia a favor de los que entreguen sus asuntos en sus manos. Bien dice uno de nuestros himnos:


“Para siempre vive ensalzado
Ante el trono Príncipe y Salvador,
Cristo, quien es hoy mi Abogado,
¿Cómo puede para mí haber temor?”


Ven, amigo/a, y entrega tu causa en esas manos, una vez llagadas, pero hoy adornadas con las insignias del poder real y soberano. Jamás se perdió causa alguna confiada a tan poderoso Abogado.

lunes, 21 de enero de 2008

JUSTO Y JUSTIFICADOR

Acabamos de ver a los impíos justificados y hemos contemplado la gran verdad de que sólo Dios puede justificar al hombre. Ahora daremos un paso adelante, preguntando: “¿Cómo puede un Dios justo justificar a los culpables? Contestación plena a esta pregunta hallamos en las palabras del apóstol Pablo, en Romanos 3:21-26. Leeremos seis versículos del capítulo indicado con el objeto de conseguir la idea total del pasaje:

“Mas ahora, sin la ley, la justicia de Dios
Se ha manifestado, testificada por la ley y
Los profetas:
La justicia de Dios por la fe de Jesu-
Cristo, para todos los que creen en él;
Porque no hay diferencia;
Por cuanto todos pecaron, y están des-
tituidos de la gloria de Dios;
Siendo justificados gratuitamente por su
Gracia, por la redención que es en Cristo
Jesús;
Al cuál Dios ha propuesto en propiciación
Por la fe en su sangre, para manifestación
De su justicia, atento á haber pasado por
Alto, en su paciencia, los pecados pasados,
Con la mira de manifestar su justicia en
Este tiempo: para que El sea el justo, y
El que justifica al que es de la fe de Jesús.”


Permítaseme rendir un poco de testimonio personal aquí. Hallándome bajo el poder del Espíritu Santo, bajo la convicción del pecado, sentía pesar sobre mí clara y fuertemente la justicia de Dios, El peso del pecado me abrumaba cual carga insoportable. No que tanto temía yo al infierno cuanto temía el pecado. Me veía tan terriblemente culpable que me recuerdo haber sentido que si Dios no me castigara por el pecado, faltaría a su deber de hacerlo. Sentía que el Juez de toda la tierra debía de condenar a un pecador como yo. Estaba yo sentado en el tribunal condenándome a mi mismo a la perdición; porque admitía que si yo fuera Dios, no podría hacer otra cosa que enviar a una criatura tan culpable como yo a lo más profundo del infierno. Todo ese tiempo me preocupaba profundamente de la honra del nombre de Dios y de la equidad de su gobierno moral. Sentía que no estaría satisfecha mi conciencia, si consiguiera yo perdón injustamente. El pecado que había cometido, merecía castigo, y debía castigarse. Luego me venía la pregunta: ¿Cómo podría Dios ser justo y no obstante justificar a persona tan culpable como yo?” ¿Cómo puede ser justo y sin embargo justificador de los pecadores? Me molestaba y cansaba esta pregunta, y no hallaba contestación a la misma. Imposible para mi inventar respuesta alguna que diera satisfacción a mi conciencia.
Para mi la doctrina de la expiación por la substitución es una de las pruebas más poderosas de la inspiración divina de las Sagradas Escrituras. ¿Quién pudiera haber ideado el plan de que el Rey justo muriera por el súbdito injusto y rebelde? Esto no es doctrina de mitología humana, ni sueño de la imaginación de poeta. Este método de expiación se conoce por la humanidad únicamente por ser un hecho positivo. La imaginación humana no podría haberlo inventado. Es arreglo, plan y estatuto de Dios mismo: no es cosa del cerebro humano.
Desde la infancia había oído hablar de la salvación por el sacrificio de Jesús; pero en lo profundo de mi alma nada más sabía de ello que como si hubiera nacido estúpido hotentote. La luz existía, pero yo vivía ciego: de pura necesidad el Señor mismo hubo de aclararme el asunto. La luz vino como revelación nueva, tan nueva como si nunca hubiese leído en las Escrituras la declaración de que Jesús era la propiciación por el pecado para que Dios fuese justo y justificador del impío. Creo que esto ha de venir como revelación nueva para todo hombre al nacer de arriba, a saber la gloriosa doctrina de la substitución por el Señor Jesús. Así llegué a comprender la posibilidad de la salvación mediante el sacrificio de la substitución, y que todo se había provisto para tal substitución en el primer plan de arreglo para la misma. Me fue dado ver que el Hijo de Dios, igual al Padre e igualmente eterno, desde la eternidad había sido constituido cabeza de pacto de un pueblo escogido para que en esa capacidad sufriera por el mismo para salvarle. En cuanto nuestra caída, en primer término, no fue caída individual, ya que caímos en nuestro representante federal, en el “primer Adán,” fue posible para nosotros el levantamiento por un segundo representante, a saber por Aquel que se encargó de ser la cabeza del pacto de su pueblo, a fin de ser su “segundo Adán.” Vi que, antes de haber pecado en realidad, había caído por el pecado de mi primer padre; y me regocijo, ya que por tanto, me fue imposible, en sentido jurídico, ser levantado mediante esa segunda cabeza representativa.

La caída de Adam dejó una escapatoria: otro Adam puede deshacer la ruina hecha por el primero. Cuando me inquietaba respecto a la posibilidad de que un Dios justo me perdonara, comprendí y vi por fe que el que es el Hijo de Dios se hizo hombre y en su propia bendita persona llevó mi pecado en su cuerpo sobre el madero. Vi el castigo (precio) de mi paz sobre él y que por su llaga fui curado. (Isaías 53:4, 5). Querido amigo/a, ¿has visto esto tú? ¿Has comprendido cómo Dios puede quedar del todo justo, no remitiendo la culpa ni embotando el filo de la espada, y cómo él, sin embargo, puede ser infinitamente misericordioso y justificador del impío que acude a él? La razón es que el Hijo de Dios, eternamente glorioso en su persona inmaculada se encarga de satisfacer a la ley sometiéndose a la condena que me corresponde a mí, en consecuencia de lo cual Dios puede remitir mi pecado. Más satisfacción resulta para la ley por la muerte de Cristo que hubiera resultado enviando todos los transgresores al infierno. El establecimiento más glorioso del gobierno equitativo de Dios resultó sufriendo el Hijo de Dios por el pecado, que sufriendo toda la raza humana.
Jesús ha soportado por nosotros toda la penalidad de la muerte. ¡Contempla esta maravilla! Allí está colgando de la cruz. Esta es la vista más solemne que jamás has contemplado. El hijo de Dios y el Hijo del hombre, allí elevado en el vil madero, sufriendo penas indecibles, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Maravillosísima es tal vista: ¡el Inocente castigado! ¡El eternamente Bendito hecho maldición! ¡El infinitamente Glorioso sufriendo la muerte ignominiosa! Cuanto más contemplo los sufrimientos del Hijo de Dios, tanto más cierto estoy de que corresponden a mí caso de criminalidad. ¿Por qué sufrió sino para librarnos de la pena merecida? Habiéndola, pues, expiado por su muerte, los creyentes en él no necesitan temerla. Así es, y así debe ser, que siendo hecha la expiación, Dios puede perdonar sin alterarse las bases de su tribunal, ni en lo más mínimo cambiar sus estatutos del código. La conciencia halla respuesta plena a su pregunta tremenda. La ira de Dios contra la iniquidad debe ser terrible, más allá de toda concepción humana. Bien dijo Moisés: “¿Quién conoce el poder de su ira?” No obstante, al oír al Señor de gloria gritar: “¿Por qué me has desamparado?” y al verle exhalar el último aliento, sentimos que la justicia divina ha recibido abundante satisfacción por la obediencia tan perfecta y muerte tan espantosa de parte de persona tan divina. Si Dios mismo se inclina ante su propia ley, ¿Qué más se quiere? Hay mucho más en la expiación en sentido de mérito que en todo pecado humano en sentido de demérito. El vasto mar del sacrificio propio del amor de Jesús es tan profundo que pueden hundirse en él todas las montañas de nuestros pecados. A causa del valor infinito de este nuestro representante, bien puede Dios mirar favorablemente a los demás seres humanos por indignos que fuesen en sí mismos. Ciertamente fue el milagro de los milagros que el Señor Jesús tomara mi lugar,


“Sufriendo por mí la fatal condena,
Librando mí alma de eterna pena.”

Pero así lo hizo. “Consumado es.” Dios perdonará al pecador, porque no perdonó a su propio Hijo. Dios puede remitir tus transgresiones, porque cargó en su Hijo unigénito esas transgresiones veinte siglos ha. Si crees en Jesús, y esto es lo esencial, entonces debes saber que tus pecados fueron alejados de ti por Aquel que representaba el macho cabrío expiatorio en el culto profético de Israel.
¿Qué, pues, es el creer en él? No meramente el decir: “Es Dios y Salvador,” sino el confiar en él del todo y enteramente, aceptándole para toda la obra de la salvación desde hoy y para siempre, aceptándole cual Salvador único, cual Señor, Maestro, todo. Si tú quieres a Jesús, él te ha aceptado ya. Si crees de verdad en él, te aseguro que no podrás ir al infierno; porque eso sería hacer nulo el sacrificio de Cristo. No es posible que un sacrificio se acepte, y que a pesar de ello muera el alma por la cual se haya aceptado el sacrificio. Si el alma del creyente se podría condenar, ¿para qué sacrificio alguno? Si Jesús murió en mi lugar ¿por qué morir yo también? Todo creyente puede afirmar que un sacrificio expiatorio se ha hecho por el: por fe ha colocado su mano sobre el mismo, haciéndole suyo, y por lo mismo puede descansar cierto de que nunca perecerá. El Señor Dios no recibiría este sacrificio hecho por nosotros para luego condenarnos a morir. Dios no puede leer nuestro perdón escrito en la sangre de su propio Hijo y luego herirnos de muerte. Tal cosa es imposible. ¡Dios te conceda la gracia ahora mismo para mirar a Jesús únicamente, empezando por el principio, por Jesús mismo, quien es el origen de la fuente de misericordia para el hombre culpable!

“El justifica al impío.” “Dios es el que justifica,” por tanto y por esa sola razón puede hacerlo, y lo hace mediante el sacrificio expiatorio de su divino Hijo. Por esa razón puede hacerse en justicia, y tan justamente que nadie podrá ponerlo en duda, tan equitativamente que ni en el último y tremendo día, cuando pasen los cielos y la tierra, habrá quien niegue la validez de esta justificación. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica.”
Ahora bien, pobre alma, ¿quieres entrar en este refugio tal cual eres? Aquí estarás con perfecta seguridad. Acepta esta salvación cierta y segura. Acaso dirás: “Nada hay en mí que me recomiende.” No se te pide tal cosa. Los que escapan por la vida, dejan hasta la ropa detrás de sí. Refúgiate apresurado tal cual eres.
Te diré algo de mí mismo para animarte. Mi única esperanza de entrar en la gloria descansa en la plena redención de Cristo realizada en la cruz del Calvario por los impíos. En esta descanso firmemente. Ni sombra de esperanza tengo en otra cosa alguna. Tú te hallas en la misma condición que yo, pues ninguno de nosotros tiene mérito alguno digno de consideración cual base de confianza. Juntemos, pues, las manos, colocándonos juntos al pie de la cruz, y entreguemos nuestras almas de una vez para siempre al que derramó su sangre por los culpables. Nos salvaremos ambos por un mismo Salvador. Si tú pereces confiando en él, pereceré yo también. ¿Qué más puedo hacer para probarte mi propia confianza en la palabra de Dios que proclamo?