jueves, 7 de febrero de 2008

SIN ARREPENTIMIENTO, SIN PERDON

Resulta claro el texto que acabamos de citar que el arrepentimiento acompaña al perdón. Leemos en los hechos 5:31 que Jesús fue ensalzado para dar arrepentimiento y perdón de pecados.” Estas dos bendiciones emanan de las manos sagradas una vez clavadas al madero, de las manos de Aquel que ahora está en la gloria. Arrepentimiento y perdón están entrelazados por el propósito eterno de Dios. Lo que Dios ha juntado, no lo separe el hombre.
El arrepentimiento debe ser compañero del perdón, y verás que así es, pensando un poco sobre el caso. No es posible que se conceda el perdón a un pecador impenitente. Tal cosa le confirmaría en sus malos caminos y le haría pensar poco en la culpa del pecado. Si el Señor dijera: “Tú amas al pecado, vives en él y vas de mal en peor, pero no importa, yo te perdone;” esto equivaldría a la proclamación de una infame libertad de pecar. Equivaldría a socavar los fundamentos de todo orden social, resultando de ello la anarquía moral. No podría yo explicar los escándalos innumerables que resultarían indefectiblemente, si se pudieran separar el arrepentimiento y el perdón remitiéndose el pecado mientras que el pecador lo amara como siempre. Es del todo natural que si creemos en la santidad de Dios, es positivo que si continuamos en el pecado no queriendo arrepentirnos del mismo, no podemos esperar que Dios nos perdone, pero, sí, que recogeremos las consecuencias de nuestra terquedad. Según la bondad infinita de Dios se nos promete que, sí abandonamos nuestro pecado confesándolo, aceptando por la fe la gracia que está en Jesucristo, Dios “es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad.” Pero mientras tanto que Dios viva, no puede haber promesa de misericordia para los que continúan en sus malos caminos negándose a reconocer sus transgresiones. Ciertamente no hay rebelde que pueda esperar que su Rey le perdone mientras que prosiga en rebeldía manifiesta. Nadie puede ser tan loco que se imagine que el Juez de toda la tierra borre nuestros pecados, si rehusamos arrepentirnos y confesarlos nosotros mismos.
Además, esto es así a causa de la perfección de la misericordia divina. Una misericordia que perdona al pecado, dejando al pecador viviendo en el pecado, sería pobre y superficial, en verdad. Sería una misericordia deforme, coja de pies y paralítica de manos. ¿Cuál de los privilegios piensas es el mayor: borrar la culpa del pecado o librar del poder del pecado? No procuraré pesar en balanza dos misericordias tan sin igual las dos. Ninguna de ellas nos alcanzaría sino mediante la sangre preciosa de Cristo. Pero me parece que la salvación del poder del pecado, el ser santificado, el ser hecho semejante a Dios, debe considerarse la mayor de las dos, si comparación alguna se haya de hacer. Favor incalculable es el perdón. En el Salmo de alabanza hacemos esta la nota primera: “El es quién perdona todas tus iniquidades.” Pero si pudiéramos alcanzar el perdón y luego tener permiso de amar el pecado, practicar la iniquidad y revolcarnos en el fango de los vicios, ¿para qué nos serviría tal perdón? ¿No resultaría un dulce venenoso que del modo más eficaz nos arruinaría? El ser lavado y sin embargo yacer en el cieno; el ser declarado limpio y no obstante llevar la lepra blanca en la frente, sería la burla más pesada que se hiciera de la misericordia. ¿Para qué serviría sacar el cadáver del sepulcro, dejándolo cadáver sin vida? Para qué llevarlo a luz, si no tiene ojos? Nosotros damos gracias a Dios, porque Aquel que perdona nuestras iniquidades, también sana nuestras dolencias. El que nos limpia de las manchas del pasado, nos salva de los caminos asquerosos del presente y nos guarda de caer en el porvenir. Es preciso que recibamos agradecidos tanto la palabra del arrepentimiento como la de la remisión del pecado. Son dos cosas inseparables. La heredad del pacto es una e indivisible y no se reparte por partes. Dividir la obra de la gracia, sería partir la criatura por el medio, y quién tal permitiera, demostraría que no tiene interés alguno en el asunto.
Pregunto a los que buscan al Señor ¿si estarían contentos con una sola de estas gracias? ¿Estarías contento, querido lector/a, con que Dios te perdonara tus pecados, dejándote luego vivir mundano y malvado como antes? Ciertamente que no: el espíritu vivificado tiene más miedo del pecado mismo que de los castigos que resultan del mismo. El grito de tu corazón no es: “¿Quién me librará del castigo?,” sino “¡Miserable hombre de mí!¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?” ¿Quién me hará capaz de vencer la tentación y ser santo como Dios es santo? Ya que la unidad del arrepentimiento y el perdón concuerdan con el deseo obrado por la gracia, y ya que es necesaria esa unidad para la perfección de la salvación, como a causa de la santidad, descansa seguro de que permanecerá esa unidad.
El arrepentimiento y la remisión del pecado están inseparables en la experiencia de todos los creyentes. Jamás hubo persona que de verdad se arrepienta de sus pecados, confesándolos a Dios en nombre de Jesús, que Dios no perdonara; por otra parte, jamás hubo persona que Dios perdonara sin arrepentimiento del pecado. No vacilo en afirmar que bajo las bóvedas del cielo jamás hubo, ni hay, ni habrá caso de pecado limpiado, a no ser que al mismo tiempo el corazón fuera arrepentido y tuviera fe en Jesucristo. Odio al pecado y sentimiento de perdón entran juntos en el alma y permanecen juntos mientras vivamos.
Estas dos cosas obran recíprocamente. El hombre arrepentido es perdonado y el perdonado se arrepiente más profundamente después de perdonado. Así es que podemos decir que el arrepentimiento conduce al perdón y el perdón al arrepentimiento.
“La ley y los terrores,” dice el poeta, “solo endurecen al hombre, mientras obran a solas; pero un sentimiento de perdón adquirido mediante la sangre ablanda al corazón de piedra.”
Ciertos del perdón, aborrecemos la iniquidad. Y supongo que cuando la fe se haya aumentado hasta la seguridad plena, de modo que estemos segurísimos sin sombra de duda que la sangre de Jesús nos ha emblanquecido más que la nieve, entonces el arrepentimiento ha llegado al colmo. La capacidad de arrepentirse crece a la medida de que la fe crece. No haya equivocación en el caso: el arrepentimiento no es cosa de días o semanas, como la penitencia impuesta, que se desea terminar cuanto antes. No; se trata de una gracia para la vida entera como la fe misma. Los hijuelos de Dios se arrepienten, así los jóvenes y los ancianos. El arrepentimiento y la fe son compañeros inseparables. Mientras que andamos por fe estamos en condición de arrepentirnos. No es verdadero el arrepentimiento que no venga de la fe en Jesús y no es verdadera la fe en Jesús que no capacita para el arrepentimiento. La fe y el arrepentimiento, como los gemelos siameses, viven unidos. A medida que creemos en el amor perdonador de Jesús, podemos arrepentirnos. Y a medida que nos arrepentimos del pecado y odiamos al mal, nos regocijamos en la plenitud del perdón que Jesús ha sido ensalzado para conceder al necesitado. No podrás jamás apreciar el perdón, sino te sientes arrepentido; tampoco eres capaz del arrepentimiento más profundo antes de haber sido perdonado. Singular puede parecer, pero es cierto, que la amargura del arrepentimiento y la dulzura del perdón se mezclan en el olor suave de toda vida de gracia, resultando en dicha sin par.
Estas dos dádivas del pacto constituyen la seguridad mutua la una de la otra. Si sé que me arrepiento, sé también que Dios me ha perdonado. ¿Cómo sabré que me ha perdonado sino conociendo también que me ha librado de mis malos caminos? El ser creyente, es ser penitente. La fe y el arrepentimiento son dos rayos de la misma rueda, dos mangos del mismo arado. Se ha dicho bien que el arrepentimiento es el corazón quebrantado a causa del pecado y separado del pecado. Igualmente bien se puede decir que es un cambio y recambio. Es un cambio de mente de la clase más radical y profunda, acompañado de dolor a causa del pecado cometido en el pasado y del voto de enmienda para el futuro:

“Dejar el mal que antes yo amaba;
Amar el bien que antes odiaba,”
demostrando así la sinceridad del dolor.
Siendo esto un hecho positivo, podemos estar ciertos del perdón, porque el Señor nunca lleva el corazón al quebranto a causa del pecado, separándolo del mismo, sin perdonarlo. Por otra parte, si disfrutamos del perdón mediante la sangre de Jesús, siendo justificados por la fe y teniendo paz con Dios por nuestro Señor Jesucristo, sabemos que nuestro arrepentimiento y nuestra fe es de la clase legítima.
No considera tu arrepentimiento cual mérito que te proporciona el perdón, ni esperes capacidad natural para arrepentirte hasta que veas la gracia de nuestro Señor Jesús y su prontitud de borrar tus pecados. Guarda estas cosas cada cual en su lugar y contémplalas en la relación que tienen la una con la otra. Son como el Jachin y Boaz en la experiencia de la salvación: quiero decir que se pueden comparar a las altas columnas del templo de Salomón, colocadas al frente de la casa del Señor, formando una entrada majestuosa al lugar santo. Nadie viene del modo debido a Dios, a no ser que pase entre las columnas del arrepentimiento y de la remisión. El arco iris del pacto de gracia yace desplegado en toda su hermosura sobre tu corazón, cuando sobre las lágrimas del arrepentimiento haya brillado la luz del pleno perdón. El arrepentimiento del pecado y la fe en el perdón de parte de Dios son la trama y urdiembre de tejido de la verdadera conversión. Por estas señales conocerás “un verdadero Israelita.”
Volvamos al texto que estamos meditando: tanto el arrepentimiento como el perdón emanan de la misma fuente, siendo dones del mismo Salvador. El Señor Jesús desde su gloria concede las dos cosas a las mismas personas. No debes buscar la fuente del arrepentimiento, ni del perdón, en otro punto. Ambas cosas están listas y el Señor está preparado para dispensarlas gratuitamente ahora mismo a toda persona que de su mano las quiera recibir. No se olvide nunca que Jesús da todo lo necesario para la salvación. De la mayor importancia es que todos cuantos buscan la salvación comprendan esto. La fe es tanto una dádiva de Dios como el objeto en que la fe se funda. El arrepentimiento es tan cierto como obra de la gracia juntamente a la expiación por la cual se borra el pecado. La salvación es obra de la gracia sola desde el principio al fin. No me comprendas mal aquí. Por supuesto, no es el Espíritu Santo que se arrepiente. Nada ha hecho de que se pueda arrepentir. Y si pudiera arrepentirse, para nada nos valdría: es preciso que nos arrepintamos cada cual de su propio pecado y si no, no quedamos salvos del poder del pecado. No es el Señor Jesucristo que se arrepiente. ¿De que se arrepentiría? Nosotros somos los que nos arrepentimos con el pleno consentimiento de toda facultad de nuestra mente. La voluntad, las afecciones, las emociones, todo coopera cordialmente en el acto bendito del arrepentimiento del pecado; no obstante detrás de todo lo que sea acto personal nuestro, está una influencia santa obrando en secreto que ablanda el corazón, causa remordimiento y produce un cambio completo. El Espíritu de Dios nos ilumina para que veamos lo que es el pecado haciéndolo repugnante a la vista. Además el Espíritu de Dios nos vuelve hacia la santidad, haciéndonos apreciarla de corazón, amarla y desearla y así nos comunica un impulso, por el cual somos llevados adelante paso a paso por el camino de la santidad. “El Espíritu de Dios obra en nosotros tanto el querer como el hacer según el beneplácito de Dios.” Sometámonos a este buen Espíritu ahora mismo para que nos guíe a Jesús, quien abundantemente nos dará la doble bendición del arrepentimiento y del perdón, según las riquezas de su gracia.

“Por Gracia sois salvos”

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