lunes, 25 de febrero de 2008

COMO ESTAR BIEN CON DIOS

Somos especiales para Dios, pero tan especial, que envió a su Hijo, Jesucristo, con el fin de darte la fuerza para vivir. Esto le costó la vida a Jesús, pero gracias a su muerte (y su resurrección de entre los muertos), no solo puedes obtener el perdón y la vida eterna, sino tener la fuerza para vencer al miedo y vivir la vida abundante que Cristo ofrece, aquí en la tierra.
Cierto hombre de niño ha tenido dos grandes temores. Uno era el de quedarse solo; el otro, el temor a lo desconocido.
Siempre le aterraba la posibilidad de que murieran su padre y madre y quedar solo. Temía que se le obligara a vivir con unos tíos. Esos temores le perseguían noche y día.
Recuerda una noche en que quedó solo en casa con su madre durante el viaje de su padre. La madre estaba enferma, y cuando trató de ayudarla a abandonar la cama para ir al baño, se desmayó. Era demasiado pesada para él, pero tuvo la presencia de ánimo de llamar al médico de la familia, un viejo amigo que vivía cerca de su casa, situada en una zona rural. El médico llegó,
Volvió a meter a su madre en la cama y le dijo que no temiera.
Sintió miedo. Estuvo despierto toda la noche, con la nariz pegada a la ventana, esperando que su padre llegara en su automóvil para no estar solo.
Le aterraba también lo desconocido. De vez en cuando su familia viajaba en automóvil hacia lugares distantes para visitar a los parientes de su madre o ver a la hermana de su padre, cerca de allí. Les tenía pavor a esos viajes porque siempre pasaban la noche en casas de huéspedes. Aún no se habían popularizado los hoteles en aquella época. Los viajeros pernoctaban en lo que se llamaba casas de huéspedes. Eran casa viejas, cuyos dueños, una pareja de ancianos, o quizás una viuda, aceptaban huéspedes.
Sentía miedo de quedarse en esas casas ajenas. Invariablemente le tocaba una habitación al final del pasillo, en el segundo piso. Cuando estaba de suerte, dormía en la misma cama con su hermano menor. Generalmente dormían en camas de hierro, viejas, cuyos resortes metálicos estaban expuestos y rechinaban. Las paredes estaban cubiertas por retratos de personas que, sin duda, habían vivido y fallecido en aquella misma habitación. Despertaba una y otra vez durante la noche, y veía que lo observaban desde sus polvorientos cuadros.
Igualmente aterradora era la lluvia nocturna. Siempre se asustaba llegar por la noche a una ciudad extraña, con la lluvia salpicando el parabrisas. Se acurrucaba junto a su padre y descartaba estar de regreso en su hogar, en un ambiente que le era familiar.
Recordó todo aquello en el invierno del año pasado, cuando fue de cacería con unos amigos a lo más profundo de una selva, región pantanosa. Uno de los miembros del grupo era dueño de una cabañita en un bosquecillo de robles y palmitos, el que a su vez estaba rodeado por terrenos bajos y pantanosos. Hasta donde se alcanzaba a ver, había ciénagas salpicadas de estos bosquecillos, todos ellos muy parecidos. La primera tarde que pasaron allí, uno de los hombres les llevó ciénaga adentro en un Jeep con neumáticos pantaneros. A cada uno los dejó en apostaderos diferentes, distantes como kilómetro y medio uno de otro, y aproximadamente a tres kilómetros de la cabaña. Prometió volver a recogerlos antes que anocheciera.
Poco antes que llegara la noche, comenzó a caer una lluvia suave y fina. Este hombre guardó su escopeta bajo su capote y se resguardó acercándose más al tronco del enorme roble, en una de cuyas ramas se había encaramado. Empezó a oscurecer y oía las gotas de lluvia que chorreaban sobre las hojas de palmito, más abajo. Comenzó a reflexionar: ¿Qué estoy haciendo aquí, en este árbol, en medio de esta selva, cuando podría estar en casa, en mi cama tibia y suave? Además, ni siquiera me gusta matar animales.
Estoy aquí por mi hijo Tim, que se está preparando para ir a la universidad. Y ni siquiera estoy con él, porque está en otro apostadero, al otro lado del pantano, se decía.
Bajó del árbol y emprendió el regreso a la cabaña. Llovía con más intensidad, y la ciénaga estaba totalmente envuelta en la oscuridad. Atravesó el espeso bosquecillo donde había estado esperando, y luego un claro. Chapoteaba en el agua que le llegaba a los tobillos, en una zona de hierbas altas; buscaba la alambrada de púas que marcaba el límite de la sección donde cazaban.
Ya estaba completamente oscuro. Encontró la alambrada en donde debía recogerlo su amigo, pero no había señales de ningún vehículo. Tal vez ya había pasado y, pensando que él habría regresado a pie a la cabaña, había continuado su camino. Luego, no me quedaba más remedio que intentar regresar a la cabaña en la oscuridad.
Tras encontrar un terreno más alto, a lo largo de la alambrada siguió caminando entre la lluvia fina, hasta que llegó a una tranquera. Sabía que en ese punto debía virar hacia la izquierda, atravesar un claro y caminar un kilómetro y medio, aproximadamente. Pero no había puntos de referencia, ni estrellas. Sólo las densas y vagas siluetas de los bosquecillos, ya desdibujadas contra un horizonte cada vez más oscuro. Observó el suelo y encontró las huellas de los neumáticos del Jeep, así que emprendió la marcha por el claro, en un inútil intento por seguir las huellas en la oscuridad. Sabía que la cabaña estaba oculta en alguno de los manchones de árboles, pero no tenía idea en cuál de ellos. Iba literalmente a tientas, cuando se le ocurrió que estaba extraviado. A menos que alguien saliera a buscarlo, posiblemente tendría que pasar la noche en el pantano.
Esperó a que volvieran a apoderarse de él los antiguos síntomas del temor: el cosquilleo en la boca del estómago, el ardor de las lágrimas en los ojos, todas las conocidas sensaciones de angustia qué experimentaba cuando era niño y lo dejaban solo o se encontraba en un lugar extraño. Pero no pasó nada. No sentía miedo ni angustia: sólo la sencilla resignación de que si había de pasar la noche en el pantano, más le valía encontrar un lugar seco.
Se topó con un comedero de ganado, una estructura pequeña, semejante a un cobertizo, que protegía un bloque de sal para las vacas que vagaban libremente en aquella sección del pantano. Cuando se arrodilló para ver si estaba seco dentro del pequeño cobertizo, divisó, allá a la distancia, una luz que brillaba a través de los árboles de uno de los bosquecillos. ¡Era la cabaña! Al rato, se encontraba al abrigo de una casa seca y cálida, y me disponía a disfrutar de una cena de pavo ahumado con sus amigos. A propósito, a todos ellos (incluyendo a su hijo) les pareció muy gracioso que se hubiera perdido en la oscuridad.
Esa noche, acostado en su catre, mientras escuchaba la lluvia tintinear sobre el techo de hojalata de la cabaña, meditó sobre sus sentimientos. ¿Qué había sucedido con los antiguos temores? ¿Dónde estaba aquel terror del pasado que le revolvía las entrañas? No fue hasta la mañana cuando comprendió plenamente lo que le había sucedido.
Cuando despuntó el alba, estaba de nuevo en su apostadero. Pero esta vez no se encaramó al árbol. Recargó su escopeta, que no estaba cargada, y se quedó de a pie, a la orilla del bosque, mirando cómo salía el sol y escuchando cómo despertaba el mundo al amanecer. Momentos antes todo había estado sumido en el silencio: ni un solo sonido, ni una hoja en movimiento.
Luego, mientras el cielo de oriente se tornaba azul claro, y enseguida rosado, un ave gorjeó. Después, una ardilla se movió. Oyó el murmurar de una familia de mapaches que venía por las hierbas altas. Un armadillo se escurrió ante sus ojos, hurgando el suelo con su largo hocico en busca de gusanos y escarabajos. Sobre él, las mariposas y los halcones surcaban graciosamente los aires. Enseguida, se escuchó el gorjeo de muchos pájaros; varias ardillas lanzaban chillidos en los árboles y corrían por las ramas bajas de los grandes robles. Y, a la distancia, oyó los graznidos de una bandada de pavos silvestres.
Luego, al otro lado del pequeño claro donde se encontraba, vio a un ciervo magnifico. Llevaba la cabeza erguida, y sus astas asemejaban una corona sobre su cabeza. Majestuoso, olfateó el aire, lo miró directamente, dio media vuelta y se internó lentamente en el bosque. El y este hombre eran parte de la misma creación: ciudadanos de este maravilloso jardín de la naturaleza.
Se quedó largo rato, casi sin respirar, con el corazón latiendo al unísono con los ruidos a su alrededor. La lluvia de la noche anterior había perfumado el ambiente y refrescado la tierra. El sol dorado se alzó en el oriente, detrás de los matorrales del palmito, y de pronto la tierra entera bullía de colores y sonidos.
Empezó a cantar un antiguo himno:

Cuando el cielo de oro se pinta
Mi corazón al despertar grita
Alabado sea Jesucristo.

La noche se vuelve día
Cuando nuestro corazón dice con alegría
Alabado sea Jesucristo.

Las fuerzas de la oscuridad se asustan
Cuando esta dulce canción escuchan
Alabado sea Jesucristo.

¡Eso era! Las fuerzas de la oscuridad ya no tenían dominio sobre él- ¿Por qué? Porque hacía varios años había entregado su vida a Jesucristo. Lo que antes le aterraba, ya no tenía poder sobre él. Ahora a través de Jesús, tenía fuerza para vivir. Había hecho suyo el mensaje del apóstol Pablo para su joven amigo Timoteo: “Porque no nos hadado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2Timoteo 1:7). “No temas, porque yo estoy contigo, no te desalientes, porque yo soy tú Dios. Te fortaleceré, ciertamente te ayudaré, sí, te sostendré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41:10).
¿Cómo entrega uno su vida a Jesucristo? ¿Cómo puede entrar uno en esta comunión íntima con Dios, Señor del Universo, quién elimina nuestro temor y lo reemplaza con su fuerza?
Así como hay leyes de la física que gobiernan el mundo natural (haciendo que caiga la lluvia y que salga el sol), también hay leyes que gobiernan tu relación con Dios. Someterte a estas leyes hace posible que Jesucristo sea el Señor de tu vida. Cuando esto sucede, El reemplaza tus limitados recursos con su fuerza sobrenatural para vivir.

PRIMERA LEY
Dios te ama y te ofrece un maravilloso plan para tu vida.

EL AMOR DE DIOS
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en El, no se pierda, más tenga vida eterna”.(San Juan 3:16)

EL PLAN DE DIOS
Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia” (San Juan 10:10)

Pero, como ya hemos visto, no basta simplemente con saber que Dios te ama y tiene un maravilloso plan para tu vida. Hay obstáculos que nos impiden recibir el amor divino, y eso nos lleva a la siguiente ley.

SEGUNDA LEY

El hombre es pecador y está separado de Dios.

Debido a esto, no puede conocer ni experimentar el amor y plan de Dios para su vida.

EL HOMBRE ES PECADOR

Por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios” (Romanos 3:23)

El hombre fue creado para tener relación con Dios.
Así como fui capaz de estar en los pantanos y sentir la presencia de Dios a mi alrededor, sin temor, así Dios quiere que tengas amistad con El. Es el mismo tipo de amistad que tuvieron Adán y Eva con Dios en el Jardín del Edén, antes que el pecado apareciera en el mundo. Allí, estos dos amigos del Ser Supremo, caminaron con El en lo fresco de la tarde, hablaron con su creador como un hijo y una hija hablan con su padre.
Pero luego, Adán y Eva decidieron seguir su propio camino, rompieron su relación con Dios. Desde entonces el hombre ha elegido seguir su camino independiente. A veces esta voluntad egoísta se expresa como una rebeldía es lo que la Biblia llama pecado.

EL HOMBRE ESTA SEPARADO DE DIOS

Por que la paga del pecado es la muerte” (separación espiritual de Dios) (Romanos 6:23)

El pecado (un gran abismo) separa al Dios Santo del hombre pecador.
El hombre intenta continuamente alcanzar a Dios y la vida abundante por medio de su propio esfuerzo; por ejemplo, viviendo una vida buena, estudiando filosofía e incluso practicando alguna religión. La tercera ley explica la única forma en que podemos cruzar este abismo.

TERCERA LEY

Jesucristo es la única provisión de Dios para el pecado del hombre.
Solo a través de El puedes conocer y experimentar el amor de Dios y Su plan para tu vida


MURIO POR NOSOTROS

Pero Dios demuestra su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8)

RESUCITO DE ENTRE LOS MUERTOS

Cristo murió por nuestros pecados…, fue sepultado…, resucito al tercer día, según las Escrituras…, se apareció a Pedro y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos de una vez…” (1Corientios 15:3-6)

ES EL UNICO CAMINO HACIA DIOS

“Jesús dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6)

Por medio de Jesucristo se puede cruzar el abismo, al morir por nosotros en la cruz, al pagar por nuestros pecados. Sin embargo, no basta con conocer estas tres leyes. También debemos conocer la cuarta ley.

CUARTA LEY

Tenemos que recibir individualmente a Jesucristo como nuestro Señor y nuestro Salvador personal.

Sólo así podremos conocer y experimentar el amor de Dios y Su plan para nuestra vida.

TENEMOS QUE RECIBIR A CRISTO.

Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre” (San Juan 1:12)

TENEMOS QUE RECIBIR A CRISTO MEDIANTE LA FE

Porque por gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, sino que es un don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”. (Efesios 2:8,9)

CUANDO RECIBIMOS A CRISTO EXPERIMENTAMOS UN NUEVO NACIMIENTO

“Jesús les respondió: En verdad, en verdad te digo: El que no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios” (Juan 3:3)

RECIBIMOS A CRISTO POR INVITACION PERSONAL

He aquí, yo estoy a la puerta (corazón)y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3:20)

Recibir a Cristo significa volvernos hacia El. Para hacerlo, es preciso dar la espalda al pecado. No podemos hacerlo por nuestra propia fuerza, sino que debemos estar dispuestos a renunciar al pecado y entregar a El todos los derechos sobre nuestra vida. Luego, en un acto de fe, invitamos a Jesucristo a que tome control de nuestra vida. Aunque difícil, en realidad es algo muy sencillo. Basta, por medio de un acto de tu voluntad, decir: “Quiero, Jesús, que te hagas cargo de mi vida, tal como estoy”.
Si lo dices de todo corazón, El lo hará.

No hay comentarios: