jueves, 11 de septiembre de 2014

SIN MI NADA PODÉIS HACER - Dijo: Jesús

Has librado mi alma de la muerte, y mis pies de caída, para que ande delante de Dios en la luz de los que viven. Salmo 56:13; 130:3-4 Hoy la palabra pecado es menospreciada, pero a los ojos de Dios, quien no puede soportar el mal (Habacuc 1:13), ella conserva todo su sentido. Estos son algunos de sus efectos repulsivos: “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas” (Gálatas 5:19-21). Pero el pecado al principio es más insidioso: “Cada cual se apartó por su camino” (Isaías 53:6). Su fuente se halla en nuestra voluntad de independencia frente a Dios. La Biblia da la solución: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Dios borra los pecados de todos los que se reconocen pecadores y creen en el valor de la sangre derramada en la cruz. A éstos Dios les da el derecho “de ser hijos de Dios” (Juan 1:12). Luego el cristiano tiene que velar para no hacer el mal. Dios me dice: “Huye también de las pasiones” (2 Timoteo 2:22), para que éstas no me conduzcan a pecar. A veces oímos decir: «Es más fuerte que yo, no puedo resistir». Si estoy solo, claro que es imposible. Pero Dios envió su Espíritu, el cual habita en el creyente y le da la fuerza para resistir al pecado. Sin embargo, para que su poder divino pueda actuar en mí, debo saber que Cristo murió no sólo para borrar mis pecados, sino también para cortar el vínculo entre el pecado y yo: estoy muerto al pecado (Romanos 6:11). Ya no tengo por qué obedecerle. ¿Lo acepto? Aun en la vejez y las canas, oh Dios, no me desampares.

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